Adam Smith tenía razón

Adam Smith, escocés, economista y escéptico -valga la redundancia-, constató en 1776 sobre la sociedad lo que en el ámbito microscópico se sabía desde hace 2.000 millones de años: la división del trabajo es el mecanismo más exitoso en una organización. En los seres vivos la división del trabajo se ha llevado a cabo evolutivamente mediante compartimentalización. En la célula, cada orgánulo -cada compartimento celular-, desempeña su función, coopera y se ayuda de los demás. Así, el todo resultante es mucho más que la suma de las partes.
La compartimentalización ha dado lugar a saltos evolutivos muy destacados. La aparición del núcleo celular -la inclusión del material genético en una membrana- dio lugar nada menos que a la división en los dos grupos fundamentales de seres vivos: eucariotas, a los que pertenecemos, con núcleo y procariotas, como las bacterias, carentes de él. Dentro de la célula hay otros habitáculos de extraordinaria importancia que permiten gracias a esa especialización la obtención eficiente de energía o la síntesis fidedigna de proteínas. Llevado al extremo, en una misma molécula, cada región o dominio desempeña una tarea.
Una de las críticas a la división del trabajo indicaba que obligaría a restringir el conocimiento o la técnica a un ámbito demasiado especifico. No ocurre así aquí pues todos los tipos celulares con independencia de su función tienen capacidad de renovarse. Caso paradigmático es el del epitelio intestinal que renueva completamente cada semana sus 400 metros cuadrados de células. Incluso las neuronas altísimamente especializadas, y contra lo que erróneamente se cree, se dividen y renuevan. De este modo el éxito de células y tejidos, como la riqueza de las naciones, dependerá en buena medida de la especialización de sus integrantes y de su desempeño en la casi invisible y muy eficiente red de cooperación.

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